Asia (julio-agosto 1993)

CAMBOGIA / Viaje a una nación martirizada

EL BUENO Y EL MALO

Después de años de guerra y sufrimiento, el mes de mayo los kampuchanos fueron a las urnas para elegir a sus gobernantes. Los acuerdos de París de 1991 ayudaron para que todas las facciones en lucha jugaran un papel importante en el proceso de paz. Para respetar los acuerdos vigilaron veintidós mil Cascos Azules, en el ámbito de la más grande operación de paz efectuada por las Naciones Unidas. Pero el camino está lleno de obstáculos, sobre todos porque, desde su adorada  residencia tailandesa, el viejo de Pol Pot, primer responsable del genocidio kampuchano, sigue dictando leyes a sus Jemeres rojos, amados, adiestrados y dispuestos a todo.
Este reportaje se realizó antes de las elecciones, pero la situación sigue siendo prácticamente la misma porque las fuerzas en contienda no logran ponerse de acuerdo.

Phnom Penh. E1 aparato de Aeroflot aterriza en la pequeña pista del aeropuerto de Pochentong. Estamos en Kampuchea. Al bajar de la escalinata del avión.nos recibe un sol cálido y reconfortante: La temperatura es de treinta grados. Un gran cambio respecto a Moscú, cuya temperatura era de cinco grados bajo cero. Recorremos a pie algunos centenares de metros de pista. Todavía desorientados por el extenuante viaje.
En las inmediaciones de los edificios del aeropuerto hay helicópteros, camiones y tiendas de campaña de la fuerza multinacional de paz.
En la fachada de la pequeña torre de control cuelga un gran retrato, es un rostro joven, de cabellos fuertes y negros, en el que se dibuja una leve sonrisa que expresa seguridad.
En la pequeña sala de espera reina una increíble confusión: entre bolsas y cajas de cartón atadas de algún modo, la gente muestra sus pasaportes y las papeletas recibidas de los militares kampuchanos. Viene en nuestra ayuda un joven militar ruso, perteneciente al cuerpo de paz de las Naciones Unidas. Aprovechamos para recoger nuestras primeras impresiones. "Es una confusión", responde sin pensarlo dos veces, refiriéndose no al momento, sino a la situación general. Preguntamos quién es el personaje del retrato colgado en el exterior de la torre de control. "Es Sihanuk de joven. Lo pusieron allí afuera en noviembre de hace dos años, cuando el príncipe volvió triunfalmente a Kampuchea". Jadeantes salimos del aeropuerto cargando nuestro equipaje. Tomamos un taxi para ir a Phnom Penh. El camino parece estar en buenas condiciones. Tampoco aquí faltan los cartelones publicitarios en los que con atractivos diseños anuncian una marca de cerveza, una compañía aérea oriental, un banco. Nos cruzamos con una gran cantidad de bicicletas y motos, casi todas de construcción reciente.
 La presencia del contingente de paz de las Naciones Unidas aparece por todas partes. En la calle hay un gran movimiento de vehículos con la placa de la UNTAC (Unites Nations Transitional Authority in Cambogia). Camiones y jeepes son todos de fabricación japonesa; ya que Japón asumió un tercio de los dos mil millones de dólares necesarios para el despliegue de las fuerzas multinacionales, el Gobierno de Tokio no 1º pensó dos veces para favorecer a sus colosos industriales. El taxista, a pesar de las dificultades lingüísticas, no renuncia a iniciar una conversación. Nos informa que los precios de los hoteles se han duplicado desde que los hombres del contingente de paz han llegado. Nuestro deseo de saber es muy fuerte. Pedimos noticias del príncipe Sihanuk y de Pol Pot. La respuesta del taxista es muy sintética pero significativa: "Sihanuk, bueno; Pol Pot, malo". Pero el argumento no parece ser del agrado de nuestro interlocutor. Le preguntamos cómo ir por tierra a Vietnam. El mueve la cabeza y nos desaconseja ese camino. "Porque los Jemeres no hacen distinciones cuando se trata de matar personas" arguye.
Cruzamos un puente sobre el río Mekong, la arteria fluvial más grande de Indochina, de mayor importancia para la economía de Kampuchea. A lo largo del río no faltan los pueblos dormitorio; que no parecen ser más grandes que los de otras del extremo Oriente.

LOS JEMERES ROJOS
Phnom Penh, capital de Kampuchea, era una de las ciudades más bellas de la lndochina francesa.  El 17 de abril de 1975 la ciudad cayó en manos de los Jemeres rojos. Fue el inicio de cuatro años terribles. En pocas semanas Pol Pot deportó a las campiñas a toda la población de la capital para dar curso a su programa de "reeducación". Todos los que tenían una instrucción, hablaban lengua extranjera, o simplemente usaban lentes, fueron eliminados sistemáticamente.
Pol Pot transformó el liceo de Tuol Sleng (que ahora es museo) en el más grande centro de detención de Kampuchea. Al menos diecisiete mil personas fueron torturadas, antes de ser trasladadas a los campos de exterminio de Choeung Ek, quince kilómetros al sur de la capital.
Cuando en enero de 1979 las tropas de Hanoi (Vietnam) conquistaron Phnom Penh, encontraron una ciudad postrada por los cuatro años de horrores.
Hoy la capital kampuchana parece haber vuelto a la vida. Las están llenas de gente. En los mercados hay toda clase de productos (de contrabando o importados por las fuerzas de la ONU). En muchos edificios de las calles principales aparecen carteles que anuncian una "próxima apertura": son bancos, hoteles, restaurantes, compañías aéreas que anuncian un inminente reinicio de sus actividades
Pero, Junto a estos signos concretos de esperanza y confianza en el futuro, hay otros opuestos; por ejemplo, las casas que exponen todavía el letrero "se renta". Son las habitaciones de los kampuchanos que han tenido la suerte de refugiarse en el extranjero y que, hasta hoy, tienen miedo de volver a su patria.

¡POL POT, NO!
El pequeño bimotor ruso de la "Kampuchean Airlines" aterriza después de cincuenta minutos en Siem Reap, a la cual se llega sólo por avión. Las vías terrestres están interrumpidas y son bastante inseguras.
De la pequeña ciudad de Siem Reap se puede llegar a Angkor, corazón de la antigua civilización Khmer. Por un milenio los restos arqueológicos de Angkor resistieron a la invasión de la selva y a las agresiones meteorológicas. Posterionnente, en 1972, llegaron los Jemeres rojos y con ellos la guerra civil. También la zona de Angkor se transformó en un campo de batalla. Y lo que no pudo realizar la fuerza destructora de las armas, lo hicieron comerciantes sin escrúpulos, provenientes sobre    todo de Tailandia. Estos traficantes se llevaron un número indefinido de tesoros de arte: bajo relieves, estatuas, capiteles. A pesar de las destrucciones y despojos, el complejo arqueológico de Angkor sigue siendo una de las maravillas del mundo.
De regreso a Siem Reap, un joven vestido con uniforme militar atrae nuestra atención. Entramos en su cabaña. Está llena de armas, municiones,.bombas. No logramos entender; probablemente el joven recogió ese arsenal en los campos circunvecinos y en la floresta cercana. Lo seguimos a través de un sendero que trepa por una colina.  Nos hace señas para que no abandonemos el camino trazado. Obedecemos sin discusiones. Además, cada diez metros un letrero rojo advierte: "Peligro, minas". Desde lo alto de la colina, el desconocido acompañante nos muestra a lo lejos el gran lago de Tonlé Saap y la floresta fluvial; luego, más de cerca, la torre central del templo de Angkor Wat y, un centro de distribución de las Naciones Unidas.
Tal parece que al menos una cuarta parte del territorio kampuchano está sembrado de trampas explosivas. Según algunos organismos internacionales, de los millones de minas, muchas han explotado y han mutilado a más de treinta y seis mil personas. Esta cifra está destinada a aumentar si se considera que millares de hectáreas de terreno deben ser cultivadas todavía.
Tratamos de intercambiar alguna palabra. Al escuchar el nombre del jefe de los Jemeres (que vive protegido enTailandia), el joven no logra callar un "no, Pol Pot, no".  Una vez más somos testigos del terror que suscita entre los kampuchanos el solo hecho de pronunciar aquel nombre.

TIENEN ARMAS
El funcionario de la oficina de emigración pone un sello sobre la. visa de nuestro pasaporte. Pagamos cinco dólares por persona, por lo cual no se nos entrega ningún recibo; pero no nos interesa saber si es un impuesto del Gobierno o una propina.
Tranquilizados con aquel nuevo visto bueno, subimos a un viejo autobús rojo que debería llevarnos a Vietnam. Entre Phnom Penh y la frontera hay menos de doscientos kilómetros; pero, en el tiempo necesario para recorrer esta distancia hay muchas incógnitas.  La lluvia y el viento, y la infalible ponchadura, hacen más lento el viaje. Llegamos a las siete y media de la noche Demasiado tarde para cruzar la frontera, porque el puesto de control cierra a las seis. No queda otro remedio que esperar hasta el día siguiente. El alba nos reserva la visión de un paisaje natural y humano de una belleza tal que de inmediato olvidamos la mala noche.  El aire es fresco y agradable.  A los alrededores se ven campos cultivados de arroz y otros en los cuales pastan los animales. A los lados de la carretera, algunas mujeres rodeadas de niños vigilan grandes ollas en las que se cocinan arroz y verduras.
    Todo está listo para entrar en Vietnam. El único vehículo que espera es el nuestro. El resto son bicicletas y pequeñas motos cargadas de productos agrícolas y de pan recién salido del horno (herencia ésta de la dominación francesa). Mientras esperamos que se cumplan todas las formalidades hablamos con Asim, joven oficial del Ejército paquistaní, quien temporalmente pertenece a los Cascos Azules de la ONU.
    "Estoy en Kampuchea desde el pasado abril.  Mi grupo está formado por doce hombres: seis búlgaros, dos indonesios, dos japoneses y dos paquistanís. El comandante es un chino. Apoyamos a los soldados kampuchanos en los controles fronterizos.  Nuestra tarea más importante consiste en controlar que no transite ningún tipo de armas. A propósito, ustedes no llevan armas, ¿verdad?
    Le preguntamos si no se siente solo trabajando en un lugar apartado.  "No -responde Asim-, yo estoy bien Cuatro veces a la semana llega un helicóptero a traernos los alimentos y todo lo necesario. Cada dos meses tengo doce días libres. Además, en Bavet nunca tenemos grandes dificultades.  Los Jemeres rojos están en otra parte, sobre todo a lo largo de la frontera con Tailandia. Por lo que a mí se refiere, estoy viviendo una experiencia extraordinaria".
El tiempo ha transcurrido velozmente. Los requisitos han sido cumplidos. Nos despedimos de Asim deseándole buena suerte. Casi a las nueve de la mañana, nuestro viejo vehículo de color rojo cruza la línea fronteriza de Kampuchea con dirección a Vietnam.
    Paolo Moiola



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